Las inquilinas

Salvador Fleján


Para A, a quien iba originalmente dedicado.


Esto pasó luego de una de las tantas reconciliaciones que tuve con mi ex mujer. La separación había durado un año siniestro en el que no tuve mejor idea que irme a vegetar a Miami, como si en Florida pudiera hallar outlets especializados en despechos. Cuando regresé, lo hice con 30 kilos menos, un forzado bronceado cortesía de los empleos a la intemperie y mucho, muchísimo arrepentimiento.

El retorno al hogar no estuvo exento de algunas sorpresas de bienvenida. Mi ex mujer había engordado con la severidad de las abandonadas y su pelo parecía trabajado por el rencor de un estilista bizco y subpagado. También había adquirido ciertos hábitos (¿o ya los tenía desde siempre?) que me irritaban en exceso: pronunciaba las eses con exasperante corrección, agregaba demasiado ajo a las comidas y se había vuelto aficionada al canal Infinito.

Pero nada me sorprendió tanto como el asunto de las inquilinas.

Lo de las inquilinas, por supuesto, tenía su previo. El dinero había comenzado a escasear desde el momento de mi partida y mi ex mujer no tardó en sentir nostalgia por el aceite de oliva extra virgen y el planchado de tintorería. Aún lamento la primera medida que tomó al respecto: remató al mejor postor una enciclopedia británica del abuelo junto con una invalorable colección de discos de Led Zeppelin. El producto de las ventas apenas le sobrevivió una quincena; tiempo suficiente para que los clasificados de Últimas Noticias la tentaran a incursionar en el seductor negocio inmobiliario.

Pero aquí tuvo su primer tropiezo. Al parecer no le fue fácil tomar una decisión con respecto a la habitación de servicio, lugar al que yo llamaba mi “estudio” porque allí guardaba la enciclopedia del abuelo. Se pasó un mes de espanto enseñándosela a los potenciales inquilinos que, sorprendentemente, hasta cola hicieron frente al apartamento.

Me cuenta mi ex mujer, que algo sabe de cine y poco de alquileres, que aquello parecía más bien el casting de una película de Passolini: ancianitas ciegas, lisiados melancólicos, gente con protuberancias abdominales, en fin, toda una corte de los milagros anhelante de mejorar su calidad de vida.

Una tarde se aparecieron Olga y Tania. Olga aún llevaba puesto el delantal del Yakuza Sushi Bar y despedía un olor a pescado fresco interrumpido, a veces, por una dudosa fragancia traída de Maicao. Su cuerpo de danzarina árabe y su rostro de madre superiora luchaban por acoplarse y proyectar una imagen confiable. Tania era chiquita, bonita e insignificante. También era la que mandaba. Las dos venían de Mérida y a mi ex mujer le encantó la manera como ambas pronunciaban sus “eses”.

Olga y Tania llevaban cinco meses instaladas en la habitación cuando yo volví al apartamento. Me gustaban porque eran discretas y puntuales con la paga. No gastaban mucha agua caliente y Olga siempre traía bandejas de rolls y tempuras a las que llegué a aficionarme viciosamente. Pero aquel exceso de pescado crudo en poco o nada ayudó a evitar un nuevo naufragio matrimonial. El sexo activo con mi ex mujer apenas si había durado un par de semanas y yo sentía que aquellas sesiones eran más un homenaje al pasado que el reavivamiento de la llama doble.

El canal Infinito, hay que decirlo, tampoco fue de gran ayuda. Al parecer, el único encuentro cercano que le interesaba a mi ex mujer eran los del “tercer tipo”. La cosa hizo crisis cuando comencé a sentir algo parecido a los celos. El problema fue que el objeto de mis celos era Nostradamus.

Entonces hice lo que se suele hacer en este tipo de situaciones: me enganché al Internet.

Internet es el paraíso de los gordos, los feos y los desesperados. Yo entraba en algunas de esas categorías y no fue difícil convertirme en adicto. En poco tiempo llegué a tener una novia virtual búlgara que luego terminó conmigo vía Facebook. Amigos en Tailandia y en Cochabamba. Compraba estupideces por Amazon y hasta jugué black jack en línea. Pero mi fuerte eran las páginas pornos. El sexo que no obtenía en mi habitación me llegaba por fibra óptica, barato y a raudales, a la sala del apartamento con sólo mover el mouse. Mis favoritas eran las de sexo amateur. Las de amas de casa gorditas y desatadas. Esas me gustaban por honestas y posibles. También porque no exigían pago con tarjeta.

La noche en que oí los ruidos yo estaba metido en You Porn.com y pensé que aquellos sonidos provenían del video de una señora alemana que tenían amarrada al copete de una cama. Esta idea pronto la descarté cuando escuché algunos plurales criollos, perfectos y sofocados.

Mi ex mujer vivía en uno de esos viejos edificios de la avenida Victoria, en un apartamento que heredó del papá: un electricista napolitano y pichirre que jamás lo remodeló. Las puertas eran originales de los años cincuenta, pero parecían provenir de los escombros de un bombardeo aliado. Fue por aquellas fisuras y hendijas que tachonaban la puerta que alcancé a ver, en vivo, lo que Internet apenas me entregaba pixelado.

Tardé un poco en concentrarme en el motivo que me había llevado hasta allí. Olga y Tania habían convertido la habitación en el emporio del peluche: un oso polar, rosado, vigilaba desde una silla los requiebros de sus dueñas. Una colección de muppets, sonrientes y de pésima factura, colgaban de las paredes como trofeos de un día de caza buhoneril. Debo admitir que los muppets me gustaron; no así un Rey León de gesto sádico y prepotente que acechaba desde la mesita de noche.

Otro detalle que me robaba concentración era el televisor. Estaba encendido y un señor de barba blanca y turbante parecía girar instrucciones muy precisas desde el monitor. Más adelante, en la pantalla, apareció un collage de imágenes de Ghandi, Hitler, Buda y la bomba atómica que me suministraría algunas pistas sobre los recién adquiridos hábitos televisivos de mi ex mujer.

Cuando al fin logré enfocar el lugar de los acontecimientos, tuve una visión mística, puede que religiosa: si uno no se dejaba despistar por el dildo de última generación que Tania sostenía en el aire, el título del cuadro bien hubiera podido ser: “María Lionza cabalga sobre la danta”. Olga, en su rol de danta, estaba echada boca abajo y, a juzgar por las expresiones de su cara, parecía estar en medio de un examen de matemáticas complicadísimo.

El punto de mira que yo había escogido tenía peculiaridades que suele asociarse a lo prohibido: era estrecho e incómodo. El estrés sobre mi cuello y rodillas me obligaron a cometer un error táctico: abandoné la vigilancia en busca de una posición quinesilógicamente más placentera. Esta acción me hizo sentir como si me hubiera perdido el giro decisivo de una trama. Algo similar a no enterarse de que Bruce Willis siempre estuvo muerto en Sexto sentido.

Mi nueva postura no era mucho más cómoda que la anterior, pero al menos ya no iba a requerir de una cirugía de meniscos en el futuro. Sin embargo, en la transición, se me esfumaron algunos detalles interesantes. Nunca supe, por ejemplo, en qué momento hizo su aparición el otro dildo de dimensiones de pimentero y, lo más importante, cómo hicieron para que éste cupiera en el lugar donde estaba metido.

Observar este tipo de cosas en tiempo real tiene particularidades que la magia del video siempre escamotea. Las cosas siempre suceden a un ritmo y con una violencia tal que el espectador poco atento suele sentirse perplejo y aterrado, como si lo pillaran en medio de una balacera. Tania daba nalgadas y órdenes como si ambas cosas resultaran complementarias y lógicas. Eran golpes sonoros y plenos que Olga acusaba unas veces con reverencia y otras con sumisión. Algunas posturas que juzgué imposibles y ciertas destrezas hasta ese momento ignotas para mí, me hicieron sentir una mezcla de exclusión, bochorno y fascinación.

En eso estuve un mes.

Mucho me extrañaba que pasara todo ese tiempo sin que mi ex mujer me sorprendiera pegado como una ventosa a aquella puerta. En un principio quise atribuírselo a la suerte, a la casualidad o a las probabilidades. Todo era posible. Hoy manejo otra teoría al respecto.

El caso fue que finalmente mi ex mujer me sorprendió. Sucedió un lunes en que Olga y Tania experimentaban con frutas y vegetales. Aquella noche yo estaba instaladísimo en la puerta y hasta una cubalibre me había servido para darle coherencia al show. Cuando estaba a punto de descubrir las posibilidades sensoriales que eran capaces de producir dos tomates peritas embutidos en un condón, mi ex mujer abrió la puerta de su habitación.

No era fácil explicar una situación como la mía. Tampoco pretendí hacerlo. En lugar de eso, gesticulé una señal de silencio y le pedí que se acercara con un ademán que intentaba ser divertido. Sorpresivamente, mi ex mujer accedió. Cuando estuvo cerca, advertí que sólo llevaba puestos un perfume carísimo que le había comprado en el duty free del aeropuerto y unos zarcillos con el signo del infinito.

Entonces, con más ternura que sigilo, me apartó y tomó mi lugar en la puerta.

8 comentarios:

Anónimo dijo...

Ahora Salvador Flejan dejó los cuentos de estafas y anda en una de erotismo, bien bueno

Anónimo dijo...

Y?

Anónimo dijo...

Un poeta venezolano dedica todos sus poemas a mujeres con las que ha tenido algún romance. Gracioso, pues una de ellas no obtuvo nunca una dedicatoria, lo que por supuesto la arrechó. A JaJaJá, las dedicatorias son irremediablemente cursis.

Anónimo dijo...

Ciertamente hay autores que a través de las dedicatorias, y de los cuentos mismos, tienen la necesidad de ponerse autobiográficos y revelar detalles de su intimidad para gritarle al mundo que sí tienen (o tuvieron) una vida. ¿No sería mejor vivirla, digo yo?

Anónimo dijo...

Volvieron los envidiosos y los resentidos. Qué cosa tan mala es tener talento en este país.

Anónimo dijo...

Yo soy del grupo de los resentidos (de lo cual no siento orgullo alguno), no de los envidiosos. Pero si ves todas estos comentarios no hay ninguno que califique mal este cuento. Es estupendo. Creo que es lo mejor que hay aqui. Mi risa fue con la dedicatoria. Lo del poeta es verdad, no digo su nombre, un poco por pudor de anónimo.

Anónimo dijo...

Y, cual será tu próxima dedicatoria? tas en suspense como Mr. Hitchcock? tatatÁ...Será la flaca del escaparate, o tal vez la loca de la colina....

Anónimo dijo...

UN BUEN CONSEJO A LOS TORTOLOS FLEJÁN Y LA DAMA 'A': PROPONGAN UN PERIÓDICO FARANDULERO. HACE MUCHA FALTA, Y CON LO QUE USTEDES COINCIDEN, EL MUNDO NO VA HACER SINO QUEDARSE EN PAZ.