La señora de un General

Daniel Fernández


Él había sido un militar de alto rango que podía darle en el gusto a su mujer en todo, o bueno, en casi todo: le compró una boutique, no regateó el precio y mandó a remodelarla con los bosquejos de su esposa (para algo había estudiado diseño). Además, todos los fines de semana le comparaba una caja de chocolates que le duraban una semana: venían siete de los más finos que se pudieran encontrar en Barcelona, la tienda los traía directamente de una pequeña fábrica en Florencia, que era conocida por su cacao africano. Ella los comía al llegar la noche, un poco antes de irse a la cama. Los chocolates eran sumamente suaves, y le permitían dormir profundo, como el cansancio de días resuelto por el sueño de una pequeña barrita.

Ni ella ni él hablaban del momento del chocolate, ni de día ni de noche, ni cuando estaban solos, incluso ella los comía cuando Florencia, su hija, estaba dormida. Apagaban todo y el Teniente Coronel se daba media vuelta en la cama mientras escuchaba como ella engullía lentamente el chocolate, la escuchaba chuparse lo dedos, la escuchaba acomodarse, poco faltaba para que escuchara como las glándulas seguían expeliendo jugos al interior de sus labios. Se dormía y roncaba.

Los chocolates de años empezaron a hacer mella primero en sus caderas y luego en las tetas. Llenar los pantalones que nunca había podido llenar y pasar de la copa B a C fue tan interesante como un programa de geología. De su boutique sacó todos los sostenes y calzones que encontró y tiró toda su ropa interior. Él seguía durmiendo por las noches, esperando el próximo juego de guerra.

El ahora General de Brigada era invitado a las fiestas de los generales, y tenía que asistir con su esposa, una dama de la sociedad armada, delgada, compuesta y recompuesta por el tiempo o los médicos si era posible, sin embargo la cintura la iba a obligar ya a comprar nuevos vestidos de noche o a asistir a las liposucciones de rigor. Nada de eso fue necesario. El blindado en el que viajaba el general recibió un tiro de mortero que cayó justo dentro del vehículo, a través de la escotilla en la que él miraba los ejercicios. Las esquirlas se incrustaron por todo el interior y el general murió desangrado mientras recibía atención.

Un mes atrás su hija había cumplido quince años, hacía tres se había desangrado su esposo, y anoche se habían acabado sus chocolates; en cambio había todavía cinco en una caja, en la habitación de Florencia.

Esa mañana, al llegar a su tienda se encontró con una clienta que solía hacerle pedidos especiales, vestidos negros apretados o rojos de noche, con escote y sin espalda. Tenía una edad indefinida por encima de los treinta y cinco, buena figura y un marido adorable, probablemente diez años menor. A ella le contó lo del marido muerto, lo de Florencia, lo de sus chocolates, las noches de noches sin él y las de su hija. Sonia estaba parada con el vestido en las manos, Gabriela estaba detrás del mostrador a punto de llorar. Ven a mi casa a cenar mañana, le dijo Sonia, que ahí conversamos mejor, además, no es bueno llorar en público a los cuarenta, que las dos nos vemos viejas.

Esa misma tarde fue al colegio de Florencia y la encontró conversando con un hombre de unos veinte años. Lo miró de lejos, mal sentada sobre el tapiz de su auto, pensó que no podía dejar los chocolates para la noche, sentía el sabor en la boca. Arrancó el auto y se dirigió a casa, llegó a buscar los chocolates, pero cuando los vio se arrepintió, los dejó ahí esperando la noche para atacarlos, no fuese a llegar su hija.

Al día siguiente Sonia conversó con ella, le sirvió pasta y vino, dos copas más y Gabriela le describió al hombre con su hija, de ella no dijo mucho, a él lo describió con detalles, repasó la ropa y lo que había de piel: los pómulos, la mandíbula, las manos que había alcanzado a ver de lejos, las piernas imaginadas, los brazos y las manos de nuevo, con lujo de detalle. Quizás lo último no lo dijo, solo se quedó sentada mordiéndose los labios, mirando el vino, hasta que se dio cuenta que estaba sola.

Llamó a Sonia y caminó por el pasillo hasta la cocina, llegó hasta una habitación alfombrada, vacía, excepto por el sillón blanco. Se sentó en él y se durmió. Despertó con un leve mordisco en la nuca que la hizo tiritar, habían dos dedos entre las piernas y le mordían los pezones por sobre el vestido. Sonia gritaba más allá como si los pulmones se fueran a salir, estaba roja y su marido se lo metía con fuerza por atrás. Vio la cámara frente a ella y sintió la máscara en la cara. Dejó que el chico que jugaba con los dedos la enjugara con su lengua, y tomó al que la mordía para besarlo, pero no pudo, se le escurrió entre el sudor. El marido de Sonia estaba a punto de terminar, se lo gritó… y acabó.

Gabriela abrió bien los ojos y vio que todos estaban duros, incluso el marido de Sonia, ninguno tenía más de veintiséis. Tomó la pija del más niño y se la metió en la boca, trató de sacar todo lo que había dentro. Se dejó penetrar. Le gritaron que estaba buenaza esa mamá, le gritaron que los dejara terminar, le gritaron que se la iban a echar dentro, que tenía que aguantar. Y se fue uno, se fue el segundo, terminaron los tres dentro de ella. El marido de Sonia quedó al final. También terminó dentro de ella, le acarició las tetas, las caderas y la cara llena de chocolate. Eligió a uno de los chicos y se durmió.

Florencia está quieta, comiendo chocolate, con la boca abierta, nunca había visto a su madre reírse, llorar y gritar. Era la señora de un General.

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