DES-PECHO ES-TRECHO

"Darkmar" Hernández


Drama en dos actos… ¡y contando!

“Coooñooo párala ya, drama queen. A lo hecho pecho, mana. El momento de arrepentirse pasó la fecha de vencimiento, amiguita”, repite una y otra vez la flaca con los ojos borrosos de tanto humo, cervezas en lata y sueño atrasado post parciales de fin de semestre. Aún no son las doce y en aquel horizonte de gritos, gente y empujones sólo se avizora más cátedra de filosofía barata enfundada en puntiagudos outlet de goma. Ella, a mitad de carrera, con agenda de rumbas confirmadas de aquí a tres años, resuelta pero tan resuelta a no dejarse embarcar con compromisos o promesas de ningún tipo. Yo, con mis treinta y pico tatuados en la frente y colgando en la flacidez de mis aposentos, descubriéndome cansada de beber parada, tragando humo, apretujada y para colmo de males extrañando al Cuchito. Esto es demasiado.

“Si estuviera mi Cuchito”, pienso. Miro hacia la entrada. Trato de seguirle la conversación a la flaca, pero finalmente no puedo o no quiero. Siempre me ha ladillado, —con d intervocálica— hablar con tanto ruido. Lo extraño y sufrir el tuétano de su ausencia cancela todo deseo de ser feliz.

Él era estrecho. Estrecho al hablar, al reír, al vestirse. Estrecho de tamaño, de carro, de sexo, de gustos y opiniones. Nos conocimos gracias al cliché de la casualidad durante una conferencia de Monsiváis en el Aula Magna; distraída yo en mi lectura de turno esperando el inicio del encuentro; acodado él a mi lado, con mirada fija, postura rígida, inmutable; sin estornudar o aclararse la garganta.

—Este carajo es más feo que una foto de crucigrama.

Los aplausos de bienvenida ahogaron mi carcajada. No volvió a hacer otro comentario, pero soltó una risita burlona cuando comenzó el desfile egótico de preguntas. Al tercer bis de aplausos tomé el bolso dispuestísima a irme y me bloqueó la salida: “¿Cómo que te vas?, ¿y el café?” “¿El café?”, pregunté realmente sorprendida. “No me digas que tengo que darte explicaciones, que eres fea, pero cara de bruta no tienes”, me espetó.

Y nos hicimos inseparables.

Sin cuentos, encuentros previos, preguntas ni test de compatibilidad. Para él todo estaba claro: mis amigos “unos maricos”, mis amigas “necesitan marido”, mi mamá “una ladilla”, mi papá “una ladilla”, mis hermanas “unas mamis” y sus novios, “unos pajúos”, mi hermano “una ladilla”, mis lecturas “una pérdida de tiempo”, escribir “pa´ trasnochados”, política “otra ladilla”. Era perfecto. Nada que demostrar, nada por explicar; todos los prejuicios consolidados en una sola persona. Y fui feliz. Ahora leía sin tener que exponer sesudamente mis conclusiones al respecto, en el cine era incapaz de interrumpirme con frases como “y el maestro Buñuel retorciéndose en su tumba” o “excelente fotografía”; se dejaba conducir con la misma disposición a mi restaurante favorito o al carrito más cutre de Sabana Grande. Se dejó bautizar con un sobrenombre y de ahí en adelante fuimos Cuchito y yo.

Me saltan las lágrimas cuando recuerdo el sexo con mi Cuchito. Era lo máximo. No exigía nada. Dios, yo era tan feliz. En más de una ocasión me he descubierto temblorosa y aferrada a mis disfraces, buscando su olor en las sábanas tras el gesto inútil de revolverse sobre telas que han pasado por la lavadora varias veces desde su partida. Días y noches pensando en cómo traerlo de vuelta. Oliendo a cloro y a suavizante, llorando hasta quedarme dormida…

Todo cambió.

Un día veíamos Delicatessen y reí unos segundos antes de la escena en la que todos los personajes llegan al clímax y se rompen al unísono resortes, cuerdas y tirantes. Era la primera vez en mi vida que veía cómo se le arrugaba la frente a Cuchito. Me preguntó —así, en medio de la película— si ya la había visto. Le respondí que “sí” y volví el rostro hacia la pantalla. “¿Cuándo?”, volvió a preguntar. “Hace como diez años” dije, incómoda. “¿Con quién?” “Bueno, con un noviecito de la universidad”. Al rato ya había terminado la película y todavía respondía preguntas, contaba detalles, enumeraba pasajes de mi vida amorosa, lloraba, reía.

Aquella noche me tocaba el disfraz de abogada sedienta de justicia, —uno de sus favoritos— así que corté las dos horas de confesión y me apresuré a arreglarme. Cuando al fin había logrado domesticarme el cabello y había hecho mi entrada triunfal con orden de embargo en mano, Cuchito dormía o fingía hacerlo. Aquello fue sólo el inicio del descalabro. Contarle mi pasado anuló por completo nuestra posibilidad de ser felices. Cuánto me arrepiento.

Un día Cuchito comenzó a actuar en correspondencia con la síntesis curricular que pudo armar a partir de los rasgos relevantes de mis amantes. Criticaba mis lecturas, me obligaba a ir a todos los bautizos de libros, discos, inauguración de locales, conferencias, cine foro, Oración fuerte del espíritu santo y eventos publicados en Internet. Persiguió a mis amigos en un adolescente intento de hacerse de un grupo. Me regaló algunos CD que ya tenía, repetía frases y actitudes, imitaba a mis novios, no había duda. También quería ser visto, reconocido, apreciado, como si de aquel amasijo de anécdotas hubiese nacido un monstruo galáctico con pretensiones postmodernas y complejo de Manu Chao después de Clandestino. Pero eso no era lo peor, mis hermanas se quejaban de que Cuchito las espiaba en su Hi5 y les preguntaba todo tipo de detalles sobre mis ex novios. Algunos amigos me comentaban sorprendidos “Eesooo, tu Cuchito fue al recital ayer”, “Cuchito es mi amigo en Feisbuc”, “Cuchito está montando un local arrechísimo”, “Cuchito publicó un libro”, “Cuchito montó una revista”, “Cuchito creó un grupo donde sólo se aceptan Cuchitos”, “Qué bolas tienes tú de haber terminado con Cuchito”…

Aclaro: No terminé con Cuchito. Encarnó un collage con todos los finales de mis relaciones y en una semana peleó, discutió, anunció la ruptura, volvió, comenzó a salir con otra, volvió, recogió sus cosas y se marchó. Cuchito sabe que sufro y no le importa. Traté de hacerle ver su error, recordarle que él era un estrecho distinto a todos y que precisamente por eso lo amaba. Nada.

Traté de distraerme, salir con otras personas, pero no puedo dejar de pensar en Cuchito, Voy a los recitales, lo escucho en la radio, lo leo. Lo imagino callado, entrando en cualquier momento, rodeado de la corte de neocuchitos que le acompañan. No puedo dejar de ver la puerta mientras la flaca sigue hablando; yo, con mis treinta y pico tatuados en la frente, descubriéndome cansada de beber parada, tragando humo, apretujada y esperando a que aparezca Cuchito. Esto es demasiado.




http://elinterdictodedakmar.blogspot.com

1 comentario:

Dakmar Hernández dijo...

Gracias a los editores por las medias de malla y el nick de "Darkmar".
Besos